Por Antonio Casas López
Hacia el año 1825 llegaron a Cabra dos hermanos acompañados por sus familias. Uno era Máximo y el otro Salvatore. Habían decidido emigrar de Italia y eligieron como destino esta ciudad. Máximo y Salvatore eran dos extraordinarios caldereros, procedían de Módena, una ciudad históricamente señera en la actividad de la destilación, y su situación económica era floreciente; pero en aquella época Italia vivió un periodo de guerras e inestabilidad. En 1820 se produjeron una serie de procesos revolucionarios, cuyos ejes ideológicos fueron el liberalismo y el nacionalismo; hubo levantamientos y los saqueos y ajustes de cuentas fueron frecuentes. Ante esta convulsión social, los hermanos decidieron poner tierra de por medio. Emigraron a España y, como he explicado, se asentaron en Cabra, posiblemente porque en esta ciudad existía un martinete que, según mis referencias, estaba ubicado en las inmediaciones del ‘Molino del Fondón’, además de poseer estación de ferrocarril y buenas posibilidades de negocio en la comarca.
Salvatore estaba especializado en los que podríamos llamar ‘calderería pesada’ (alambiques, grandes depósitos de almazaras, calderas, tubería industrial, etc.) y Máximo se ocupaba de la calderería artística y de uso diario (ornamentos de Iglesia, menaje de hogar e incluso instrumentos musicales). Pronto los ‘italianos’, como la gente les llamaba, se hicieron de buena clientela por el buen conocimiento del oficio y, en cuanto a los alambiques, atendieron la demanda de los pueblos vecinos tales como Rute, Lucena, Montilla, Priego de Córdoba y algunos otros.
Conozco también, por referencia paterna de mi bisabuelo, Simeón, que frecuentaba el taller para ayudar en trabajos esporádicos. Simeón tuvo tres hijos, un chico y dos hermanas menores que él y quedó viudo hacia el año 1855.
En 1857, el hijo varón, mi abuelo Antonio, entró como aprendiz en el taller de los ‘italianos’ a la edad de 12 años. Era un chaval despierto, fuerte y aplicado y además atesoraba la innata cualidad de sentirse querido por todos cuanto lo trataban. A la edad de 15 años, el padre también murió y él quedó como cabeza de familia con la responsabilidad de sacar adelante la casa. Los ‘italianos’, que debieron sentir compasión por el muchacho, lo tomaron en semi adopción, le obligaron a ir a la escuela nocturna donde aprendió a leer, escribir y las cuatro reglas, como entonces se decía. Se ocuparon de que fuera vestido decentemente y a llevar una vida ordenada y también le enseñaron el oficio. Fueron, en definitiva, como sus segundos padres y él siempre les consideró como tales.
A la edad de veinte años, Antonio ya recibía un sueldo digno que le permitió vivir con autonomía e incluso ahorrar para casar a sus hermanas y comprarles el ajuar.
Un hecho vino a cambiar su vida: el hijo de Salvatore, Ricardo, decidió establecerse en Córdoba y allí llegó a tener un taller importante, así es que el padre decidió marcharse al calor del hijo. Antonio Casas, mi abuelo, se hizo entonces cargo del taller y continuó la labor de su maestro. Por supuesto, siguió atendiendo la demanda de los aguardenteros afincados en los pueblos vecinos, que eran numerosos, porque en aquella época el negocio del aguardiente era bastante floreciente. Las llamadas para arreglos o piezas nuevas eran frecuentes, sobre todo desde Rute que destacó sobre los demás. Así es que, cansado de idas y venidas, decidió montar la calderería en la Villa. Llegó, según mis referencias, en 1872 cuando contaba con 27 años de edad. Como dato relevante, es digno de mencionar que, en época posterior, a su llegada se registraron en Rute 42 fábricas en pleno funcionamiento, entre las cuales podemos citar a Anís Venus, que dio lugar al conocido Anís Machaquito, Anís de España o Anís Litri. Compró una casa en la Calle del Agua, con salida a la Calle Bonilla, casa que en la actualidad se identifica con el número 72. Casó con Josefa, mi abuela, y de su matrimonio nacieron cinco hijos: tres chicas y dos chicos. El mayor de los chicos, Antonio, se dedicó al negocio de la marchantería. No así el menor, Francisco, que desde su niñez sintió por el oficio familiar una pasión que rallaba el fanatismo y que le perduró durante el resto de su vida. Sirva como ejemplo que estuvo frecuentando su taller hasta la edad de 90 años, cuando las fuerzas le abandonaron.
Un día de marzo de 1911, cuando Francisco tenía recién cumplidos los veinte años, Don Bernabé Jiménez Pérez, dueño y fundador de la Destilería Anís Bombita Chico, llamó al abuelo Antonio quien, acompañado de su hijo Frasquito, acudió a la destilería y allí le mostró una botella. Le explicó que la había elegido para diferenciar el anís de su marca del resto de la competencia (no sé si el dulce o el seco, ni tampoco si otros fabricantes se sumaron a la idea). Acto seguido, le preguntó si era posible que le fabricara una cabeza de alambique con la forma de la botella. El abuelo no se sintió muy entusiasmado con la idea ya que tendría que modificar algunas herramientas para adaptarlas al nuevo trabajo y, sobre todo, porque no tenía claro que fuera a funcionar correctamente. He de hacer el inciso de que los cánones por los que se regían los caldereros para construir los alambiques se remontaban al siglo XVI, cuando los establecieron los Destiladores de Su Majestad a las órdenes de Felipe II.
Diego Santiago, autor del libro ‘Arte Separatoria’ publicado en 1598, aporta toda clase de detalles sobre los materiales, medidas y formas que habían de tener los alambiques y los caldereros se atuvieron desde entonces a esas recomendaciones.
Ante las evasivas del padre, Frasquito le contestó:
- Yo se la hado, Don Bernabé.
Aquel trabajo era completamente diferente a cuantos con anterioridad había realizado y no tenían certidumbre, como dije, de que funcionara con normalidad. Por lo que el padre, con cierta preocupación, expresó sus dudas y le recriminó su atrevimiento.
Francisco, con la frescura de los pocos años, le contestó:
- Funcionará, papá. Seguro que sí.
Puso manos a la obra y, con la reflexión y el aplomo que le caracterizaban, experimentó con todas las variables del trabajo tales como el grosor del cobre, las proporciones, la inclinación de los tubos… Afinó los ajustes y, una vez terminadas las piezas, las fue rebatiendo y ensamblando de forma paciente. En el mes de mayo, el capitel estaba terminado.
La “cabeza” causó verdadera admiración ente todos los que llegaron a observarla. Tenía forma de columna y transmitía una agradable impresión estética. Asimismo, era sólida y de un acabado agradable. También era más manejable. Una pieza más propia para la decoración que para cumplir con un fin funcional. Pero ahí no quedó todo. Cuando se puso en funcionamiento, los “quemadores” advirtieron que el arranque se producía de forma espontánea, y es que los antiguos alambiques de “campana” presentaban dificultades a la hora de iniciar la destilación, produciéndose, con frecuencia, la temida “borrachera” por exceso de temperatura. Con el nuevo sistema, este problema había quedado resuelto.
Así, de forma casual, nació el Alambique de Rute, basado en el concepto de “columna de destilación”. Yo la denominaría “columna simplificada” porque la “columna de platos de burbujeo” para la destilación fraccionada ya fue inventada en 1830 por el irlandés Aeneas Coffey.
A partir de ese momento, los encargos de multiplicaron porque la mayoría de los fabricantes optaron por cambiar sus viejos modelos y así, los Destilados de Rute, se impusieron por su calidad a los demás y alcanzaron una fama incuestionable. Algunos años después había censados en Rute 50 fabricantes.
Con frecuencia de ha venido afirmando que el agua de Rute ha sido el agente que ha influido de forma más decisiva en la calidad de los anisados, pero hoy sabemos que el agua de Rute tiene un alto contenido en carbonato cálcico y, por tanto, no es la más adecuada para producir un destilado excelente.
¿Cuál es, entonces, el elemento diferenciador que determina la obtención de un producto de calidad superior? Sin lugar a dudas, ese elemento es la “columna de destilación”, de la que vamos a explicar su funcionamiento, de forma muy sucinta, tomando como referencia las obras de varios autores que pueden considerarse autoridades en la materia:
“Conforme se van elevando por la columna los vapores procedentes de la caldera, los menos volátiles, al llegar a la parte superior por la diferencia de temperatura, se condensan y descienden a la parte inferior de la columna hasta caer finalmente a la propia caldera. Durante este descenso, tiene lugar un intercambio entre los vapores que van en sentido ascendente y el líquido, que circula en sentido descendente, produce una continua interacción ente los componentes de la mezcla. Ello propicia que el compuesto etílico, que es el elemento más volátil, se purifique y enriquezca a expensas del compuesto menos volátil. Finalmente, el vapor purificado por las sucesivas “re destilaciones”, alcanza la cabeza de la columna y se expansiona por la alargadera o cañón con dirección al serpentín, donde finalmente se licúa. Este proceso se repite de forma continua y se denomina “rectificación”, dando lugar a un destilado etílico de mayor pureza. Don J.L. Otero de la Gándara, en su libro Notas para la Historia de la Destilación puntualiza que “este efecto dependerá de la configuración geométrica del alambique y del tamaño de la zona en la que tiene lugar el flujo en contracorriente. La columna cumple puntualmente con ambos requisitos y es, por tanto la responsable directa de que se produzca este intercambio de masas y, por consiguiente, se realice adecuadamente la rectificación”.
Como vemos, existen razones suficientes para considerar y valorar el Alambique de Rute como un patrimonio cultural de este pueblo. Con anterioridad a 1911, fecha en la que el maestro Casas proyectara este tipo de alambique, los fabricantes destilaban básicamente con estos modelos:
- Modelo denominado de “trompa de elefante”
Imperaba hacia 1872, época de la llegada a Rute de Antonio Casas Oliva. Era un modelo muy pesado y con una cámara de expansión demasiado ancha, además de poca altura. Era, en realidad, un matraz con el cuello curvado. Su escasa altura propiciaba que el equilibrio entre la fase líquida y la fase de vapor no se realizara de forma compensada, lo que repercutía en una incorrecta rectificación. El resultado era una arranque precipitado y un producto final poco rico en esteres aromáticos. El capitel se construía en tres piezas remachadas y era difícil de realizar. Por desgracia, no queda en la actualidad ningún alambique en el pueblo de Rute que lo represente.
- Modelo denominado de “campana”
Fue el modelo introducido por los “italianos”. Resulta algo más esbelto y menos pesado que el anterior, pero la cámara de expansión de gases seguía teniendo similares características. Ciertamente, suponía una mejora ya que resultaba más manejable y además tenía una pequeña cabeza que facilitaba la rectificación, pero aún presentaba algunos inconvenientes. En Rute, queda un modelo de esta época en las Destilerías Altamirano, fabricado por mi abuelo Antonio Casas Oliva.
El Alambique de Rute dispone, además de otro elemento diferenciador también inventado por el maestro Francisco Casas, que es el “anisador-rectificador” que se encuentra en proceso de patente. El invento se produjo por la siguiente circunstancia:
Mi padre era un gran aficionado a la caza y fue invitado por unos amigos a pasar una semana en Sierra Morena para cazar el reclamo. Transcurridos unos días, cuando venían de regreso, uno de los amigos comentó: “Vamos a parar en Córdoba que voy a invitaros al mejor café que hayáis probado en vuestra vida. Entraron en Córdoba y pararon en una cafetería. Allí habían introducido, procedente de Italia, la primera máquina de café exprés que, como es sabido, actúa por la presión del vapor de agua sobre el café molido sin que éste hierva”.
El maestro Casas, tras probar el café, quedó fascinado con el invento y de inmediato se puso a cavilar sobre el tema. Entonces, se preguntó qué pasaría si en un alambique se clocase un depósito ente la cabeza y el serpentín y, en su interior, se ubicara una cestilla de tela metálica llena de matalahúva para que el vapor le transfiriera la esencia. Una vez más, se puso manos a la obra. Construyó un alambique de pruebas con una caldera de cinco litros y fue adaptando la capacidad del anisador hasta lograr la medida adecuada. Tras los destilados de prueba, pudo comprobar que los granos contenidos en la cestilla habían perdido su sabor a anís, lo que demostraba que los aceites esenciales habían pasado al destilado. Y, lo más importante, que el anisado obtenido era menos agresivo y de un sabor a anís mucho más intenso. Con este complemento, dos destilaciones equivalen a tres. El anisador, además, cumple con otras funciones en las que no voy a extenderme para no hacer demasiado larga mi exposición.
Por desgracia, no se impuso en Rute de forma generalizada, entre otras razones, por el incremento del precio que ciertamente era importante.
Antes de concluir, manifestar algunas reflexiones:
A las personas hay que juzgarlas por los hechos no por las apariencias o la ostentación. Por desgracia, la sociedad actual vive instalada en un tiovivo desenfrenado en el que la ignorancia, el enriquecimiento rápido al precio que sea, la trampa, la chapuza y la mediocridad han tomado carta de naturaleza. El desastre económico que hemos padecido no es sino una consecuencia de cuando acabo de referir.
Hombres como el maestro calderero pueden ser un referente. Basó su vida en perfeccionar su oficio, con tesón y entusiasmo, llegando a ser número uno y ello contribuyó también a perfeccionarse como persona. Sirvió con humildad, fidelidad y eficacia los requerimientos de los fabricantes de aguardientes y de los vecinos de Rute, en general, durante más de setenta años.- el título de maestro no se lo concedió ninguna Universidad ni Escuela Técnica, se lo concedió el pueblo llano que supo valorar su capacidad profesional y humana. De su pequeño y maltrecho taller, sin maquinaria alguna y sin tan siquiera luz eléctrica, salieron alambiques prácticamente para toda España que causaban la admiración de propios y extraños. Cada uno de ellos iba firmado con una garantía de treinta años, lo que puede darnos una idea de la calidad con que fueron construidos.
Si alguien me pidiera que resumiera en pocas palabras las cualidades de mi padre, no usaría ningún adjetivo grandilocuente porque sé que él se sentiría incómodo al escucharlo. Solo diría que el maestro calderero fue un hombre sencillo, bueno, responsable, con la cabeza bien amueblada, querido y respetado por todos.